El argumento de la obra hunde sus raíces con certera puntería en la trama clásica del ballet que es leitmotiv de todo el film: el Lago de los Cisnes. Sin embargo, hay una variación sutil pero determinante: si en el ballet romántico se cuenta la historia de un hechizo y de un príncipe engañado, en el film se cambia completamente el foco. El príncipe ya no ansía el amor del cisne blanco, símbolo de pureza, sino que busca por todos los medios al cisne negro, lúbrico y lujurioso. Incluso será capaz de provocarlo, de buscarlo, de construirlo, como ya hizo una vez antes... No. El príncipe en esta historia no es el engañado. Será la reina quien sufra sus propios espejismos: reina cisne hechizada y además víctima de sus propio engaño; a un tiempo Odette y Odile, y temerosa de su propio desdoblamiento terrorífico.
Cuando nos sumergimos en Cisne Negro nos perdemos en un juego de espejos. Espejos que marcan haz y envés de una misma personalidad; que configuran realidades alternas y que bailan, como la protagonista, entre lo real y lo soñado, entre lo onírico y lo manifiesto. Muy buen uso de los efectos digitales para mostrar la transformación en cisne. Genial fotografía y muy cuidada puesta en escena en una película plagada de movimientos imposibles de cámara frente a un sinfín de reflejos. Cada espejo cuenta. Cada reflejo mostrado, desde el primer minuto, es un elemento más de la trama.
Han dicho que Natalie Portman es la columna vertebral del film. Lo es. La columna y las articulaciones, y las extremidades y lo más importante: las emociones. La actriz despliega en su interpretación una versátil variedad de registros. Nos lleva de la mano, nos acompaña, nos desvela sus secretos y, cuando menos lo esperamos, nos muerde y nos apuñala. La acompañaremos en el paso de una tardía adolescencia artificial que arroja por el conducto de la basura hasta una madurez cruenta y mordaz, incluso asesina y cruel.
Innovadora propuesta estética y film robusto, bien armado y defendido. Eso sí, una trama clásica del cine femenino. De nuevo la dualidad de la mujer buena, virginal y asexuada, frente a la mujer malvada, erótica y lasciva pero portadora de la enfermedad y destinada a no alcanzar la redención sino a través de la muerte. Eva y Lilith, una vez más, juntas en la pantalla y bailando frente a un caleidoscopio de espejos. Casi frente a un anagrama, como reminiscencia de la clásica Theda Bara, que escondió la muerte entre las letras de su nombre. Nuestra Odette deberá sumergirse en su propio subconsciente y traspasar el trance edípico de suprimir la acción materna para verse, no sin temor a sí misma, convertida en la Odile que el príncipe ansía (su princesa). Queda la duda de la motivación de la protagonista: ¿Es por amor? ¿Por celos? ¿Es despecho? ¿Es por ambición? ¿O es, como ella misma menciona, el afán por alcanzar una perfección inalcanzable? Eso, y todo lo demás, tendrán que decirlo los espectadores.
Por Juan Medina
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