Aunque sea una de las obras más afamadas del expresionismo alemán e imprescindible en cualquier publicación o revisión que trate de cine fantástico, la importancia de El Golem (1920) en la actualidad reside básicamente en su valor histórico. En pleno siglo XXI y con toda la evolución que ha acontecido en el mundo del cine, a cualquier espectador le costará apreciar los valores que pudieran tener vigencia en los tiempos de su realización. No se trata de una obra maestra, como sí lo es su contemporánea Nosferatu (1922) de la cual ya hemos hablado; sino ante un esencial en la arqueología cinematográfica que merece ser conocido por todo buen aficionado o amante de este tipo de cine.
Muchos pueden llegar a pensar que se trata de la adaptación cinematográfica de la novela de Gustav Meyrinck El Golem, pero la verdadera inspiración de su argumento reside en una leyenda judía medieval de la cual también parte dicha novela. Aunque más que fijarnos en su origen, lo interesante reside en mirar hacia dónde apunta esta película en cuanto a su herencia cinematográfica. Obviando las más antiguas adaptaciones de la novela Frankenstein, esta película podría considerarse en muchos sentidos como el antepasado fílmico del monstruo de Frankenstein.
El Golem fue dirigida conjuntamente por Carl Boese y Paul Wegener; este último era el encargado de dar vida al monstruo con una expresiva interpretación llena de humor y de cierta teatralidad ya típica de la época. El personaje principal que da título a la película es un ser lleno de matices que exhibe todo tipo de estados de ánimo que van desde el desprecio por quien lo ha creado, pasando por la rebeldía, hasta llegar incluso a un pasaje “bella contra bestia” cuando el monstruo lleva en brazos a una chica poco después de que sea descubierto a punto de besarla. Quizás la escena más destacada sea aquella en la que el Golem se cruza en su camino con un grupo de niñas, mostrándose una de ellas cariñosa con él, lo que nos recuerda directamente a la famosa (y en tiempos censurada) escena de El doctor Frankenstein (1931) en la que el monstruo conoce a una niña que le ofrece flores al borde de un lago. Ya por otros motivos, también sorprende la escena en la que una pareja de amantes acariciándose manifiestan en su mirada la pasión amorosa en la que se encuentran. La permisión de esta escena debía estar condicionada por los locos años veinte ya que sin duda, nada semejante habría sido permitido décadas después en otros países, entre ellos España.
Para terminar y a modo de curiosidad, si analizamos el filme desde el punto de vista técnico, destacan los decorados expresionistas de Hans Poelzing. Estos, ante los ojos de un atento espectador moderno recordarán a la reciente arquitectura del pueblo de Bree, donde se encontraba la taberna El Pony Pisador, lugar de encuentro en el que los cuatro hobbits conocen a Aragorn en El señor de los Anillos: la Comunidad del Anillo (2001).
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