¿Pueden los vampiros tener resaca? Sus seguidores, al menos, sí, pues la jornada del lunes ha presentado una parrilla algo más ligera tras el atracón del fin de semana y del que está por comenzar a partir de mañana. Como un murciélago con la panza hinchada, Sitges dormita, pero con un ojo abierto. Los vampiros no duermen del todo y vigilan a los incautos. Cientos de ingenuos reunidos en el Auditori para ver la nueva película de Mary Harron, directora de la otrora polémica American Psycho (2000). Cientos de quirópteros con ganas de sangre y colmillos afilados. Pero había resaca.
Las jóvenes protagonistas de The moth diaries, a sus dulces dieciséis, viven en un internado para señoritas y organizan fiestas nocturnas en sus dormitorios, con patatas fritas, bebidas y alguna droga. Viven sus celos, se intercambian confidencias y sienten una punzada ante la simple mención del sexo o del nuevo y apuesto profesor de literatura. Momento de pausa. ¿Seguimos en Sitges? Sí, porque entre las muchachas se ha colado una nueva estudiante, de apariencia extraña (la no menos extraña Lily Cole). Rebecca (Sarah Bolger), la narradora de ese diario repleto de polillas pseudo-poéticas, comienza a encontrar similitudes entre esa inquietante compañera y los relatos vampíricos del siglo XIX, como Carmilla, de Sheridan LeFanu. Y, efectivamente, la trama no es más que un trasvase de la historia de seducción de Drácula, de Bram Stocker, con una Lucy cada vez más consumida de por medio, dotada de una estética plana, de conversaciones más crepusculeras que góticas y de un final completamente anticlimático. Una versión ligera, muy encarrilada al público núbil norteamericano, de los miedos en torno al suicidio que enunciaba Verbo (Eduardo Chapero-Jackson, 2011), y que quizá se cuente entre lo más flojo visto hasta ahora en el festival. Aunque no falte el guiño a los sempiternos cuentos de hadas, esta vez la canción incluida en el relato El enebro, de los hermanos Grimm.
Y el ojo resacoso terminaría por cerrarse del todo con sólo media hora de The turin horse, la obra que cierra la filmografía del cineasta húngaro Béla Tarr. Un caballo que resopla y arrastra un carromato. El conductor y su hija lo encierran en el establo. La hija ayuda a su padre a desvestirse. Mira por la ventana, cuece unas patatas, las pelan y se las comen. Apagan la luz, duermen. Se levantan. Todo en un casi absoluto silencio humano, retratado mediante una fotografía de grises muy contrastados, al estilo de Carl Theodor Dreyer, y recorrida por un viento feroz que rememora a los personajes al borde de la demencia de El viento, de Victor Sjöström, y un reiterativo y solemne hilo musical. Sólo 30 planos en dos horas y media. ¿De verdad cabe una cinta de estas características en Sitges? Para rematar la sensación de extravío, los presentadores de la película advirtieron que en el Festival de Berlín parte del público abandonó la sala, y que no había ningún problema en que esa actitud se repitiera en el Auditori. ¿Ni siquiera los organizadores confiaban en la proyección de un experimento tan radical?
El plato fuerte, frente a extremos tan desequilibrados de la balanza, fueron las propuestas asiáticas The yellow sea (Na Hong-jin, 2010) y Hara Kiri: Death of a Samurai, del siempre esperado Takashi Miike,y la vanguardista historia amorosa de Bellflower (Evan Glodel, 2011), bendecida por un potente estilo visual. La televisión catalana TV3 aprovechó para hablar de sus proyectos en el ámbito de los videojuegos, las multiplataformas y el siempre controvertido tema de la distribución audiovisual en internet. Demasiada seriedad para la búsqueda de lo radical y lo fantástico. O quizá un merecido descanso. El murciélago termina su cabezadita, se sacude las orejas y se despierta…
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